Se miró al espejo y vio con satisfacción la imagen que reflejaba su persona. Un bien cortado traje azul oscuro, una fina corbata amarilla de seda y una camisa blanca española. Se descubrió vital y poderoso: un hombre capaz de afrontar las vicisitudes de un estado. Martín Jonás estaba a la mitad de su gestión y ese día por la mañana presentaría el primer informe anual de su gobierno en Santa Cruz.

Su familia entera se había trasladado en varios vehículos al imponente salón de plenos del congreso en Manantial. Alrededor de ellos, una selecta concurrencia estaba pendiente de la entrada del gobernador al recinto. Sus tres hijos y su esposa acaparaban las miradas de los invitados y de algunos periodistas que lograron acceder a la ceremonia.

En punto de las diez con cincuenta minutos, un grupo de personas apareció por la puerta del lugar. Eran seis diputados caminando a ambos lados del mandatario, que presuroso se dirigió a la tribuna a ofrecer su mensaje.

Anuncios

Martín respiró hondo y tomó el micrófono. Con voz firme y con la seguridad del que ha cumplido los compromisos asumidos y las expectativas de la población, saludó a los invitados especiales, venidos desde la capital del país. Entre ellos, los principales líderes del partido azul. Saludó con calidez a los dueños del capital, a los representantes de las fuerzas armadas y a los altos dignatarios del clero.

Después enumeró las obras y programas realizados en tan sólo un año de trabajo. Describió sus encomiables esfuerzos por detener y acabar con la delincuencia que asolaba menos que antes a la sociedad. Puntualizó todas y cada una de las acciones que tuvo que emprender para la detención del cacique y sus corruptos colaboradores.

Habló del menor gasto en el gobierno y de que por primera vez se había enterrado el déficit operativo. Presumió la renegociación de la deuda y los miles de empleados innecesarios que había despedido en cumplimiento del deber. En diversas ocasiones enfatizó que él era un gobernador austero y ordenado. Esa era la forma de probarlo.

La parte central de su mensaje, respaldado por su palabra cierta, decretaba que el cambio había llegado para no irse de Santa Cruz. Los resultados de su gobierno lo demostraban de manera inequívoca.

Al finalizar un enorme listado de obras para el desarrollo social y el progreso, un atronador aplauso cimbró al congreso. Al tomar la palabra, salvo los de oposición, los diputados de los demás grupos parlamentarios llenaron de elogios al mejor gobernante que habían tenido los santacruceños en toda su historia.

Al concluir el evento protocolario, igual que en su toma de posesión, el gobernador se dirigió al zócalo a dar otro mensaje, ya más relajado y con lenguaje coloquial. La gente llenó la plaza y estuvo aplaudiéndole por más de dos horas de feliz comunión con el líder.

Al día siguiente por la tarde Martín se encerró por horas en la biblioteca para leer sin descanso, y uno por uno, los reportes, columnas y editoriales de los medios de comunicación. Pensó en revisar primero los de los medios amigos y dejar para después a los eternos críticos a quienes no convencería de ningún modo.

Tras meditarlo, decidió dejarlo a la suerte y hacerlo conforme aparecieran en la pantalla de la computadora. Después revisaría las redes sociales para visualizar a solas y en la penumbra, las menciones negativas e insultantes, que sabía, encontraría de los acérrimos enemigos. Bebió dos o tres coñacs y al finalizar la lectura se retiró a la recámara con el hígado hecho pedazos y un amargo sabor en la boca.

¡Malditos sean estos imbéciles muertos de hambre que no me quieren dejar en paz!—se dijo en voz baja—. Su pobre análisis es ciego, sesgado y sin argumentos. Y resulta muy clara esa postura obtusa. Casi todos ellos obedecen a los intereses del cacique y de su antecesor. ¡Como si fuera fácil reconstruir un estado que dejaron en la ruina entre todos! ¡Que Junior no será candidato, qué ocurrencia más idiota! ¡Ya no saben cómo contraatacarme!¡Qué hay más delincuencia! ¡Pues claro que la hay, y todos sabemos quiénes están detrás de ella! ¡Creen que soy estúpido!

¡Ya veré las formas para seguir fastidiando a toda esa fauna de vividores de la pluma!—masculló, apretando los dientes—.¡Y los mantendré así; sin convenios ni contratación de publicidad!¡A ver cuántos de ellos resisten el castigo!

Entró a la recámara y vio a Patricia durmiendo plácidamente. Se despojó de zapatos y ropa y se recostó sobre la cama. Abrumado, recordó las complicaciones en que lo habían metido las interminables aventuras de Hernán. Por minutos estuvo meditando en la manera de resolver esa delicada situación que podría empeorar.

Mientras trataba de conciliar el sueño, por su mente pasaron imágenes de desastre, de futuros inciertos, de planes desbaratados, de hambre, tragedia y muertes sin cesar. Por momentos sintió que iba a desfallecer y que la idea de la derrota estaba carcomiendo el proyecto político acariciado por años.

Ante la ausencia de respuestas claras, y vencido por el cansancio, prefirió dar vuelta a la ominosa página, poner la mente en blanco y cerrar los ojos buscando alguna paz en la oscuridad de la habitación.

Continuará…

LA DINASTÍA DEL DESIERTO 

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (2)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (3)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (4)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (5)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (6)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (7)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (8)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (9)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (10)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (11)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (12)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (13)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (14)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (15)

LA DINASTÍA DEL DESIERTO (16)

Publicidad